"Pelé good; Maradona better; George Best."

6.6.10

El mundo es un balón, por Rafael Toriz

vía Círculo de Poesía de Círculo de poesía el 2/06/10


PiqueEl ensayista Rafael Toriz (Jalapa, 1983) nos ofrece un excelente ensayo futbolero a unos días de la inauguración de la Copa del Mundo. El futbol, su imaginario, su contexto y las derrotas que implica son algunos de los tópicos que toca este texto.
EL MUNDO ES UN BALÓN

Golpeé usted un balón, véalo levantarse, y gritará emocionado
Ángel Fernández

Pocas, un puñado apenas, son las experiencias colectivas que pueden comprometer cabalmente las pasiones de la mayor parte del globo, siempre tan segmentado, diverso y, pese a lo que sostiene el dogma de nuestros días, tan incomunicado. Ya sea que se trate de una catástrofe natural, una guerra en medio oriente o la vida disoluta de alguna celebridad –cómo le dejaron las nalgas a Britney, de qué color es el nuevo hijo de Angelina, o cuánta droga fue capaz de tolerar el modisto Alexander McQueen– es un hecho que la capacidad de convocar la atención de tantas personas de manera categórica le pertenece al deporte, y de entre ellos a uno en específico: el futbol, la única épica del presente que nos inunda de júbilo y plenitud puesto que pocas cosas en la vida son tan fantásticas, terapéuticas y baratas como patear una pelota.
Sin lugar a dudas el magnífico acontecimiento que representa el Mundial demuestra que en la Tierra existen intereses colectivos superiores al egotismo y que Dios, como demostrará Juan Villoro con afanes spinozianos, es injusto y redondo.
La cancha, el lugar de los milagros
No es necesario ser Simon Kuper para afirmar que el futbol es una experiencia atmosférica y seductora en la que es posible ensayar una teoría antropológica para beneficio de todos los campos del saber humano; por algo el deporte de los once jugadores fue calificado en México por el mejor de sus cronistas como "el juego del hombre". Nada como el futbol para demostrar que en el mundo secular aún hay lugar para evangelios, como sucede con el balompié, donde la metafísica celestial suele ser una constante peregrina (la mano de Dios, el Ángel de las piernas torcidas, la Pata bendita, etc.)
A su vez, el negocio gigantesco que produce cada cuatro años la justa mundialista se revela como una empresa maquiavélica de monstruosas dimensiones: el dinero que mueve el futbol, si bien no derrota a la industria petrolera o al mercado del narcotráfico, es un botín desmedido que ocasiona no sólo fiebres marketineras vomitivas reflejadas en la sonrisa estúpida de Joseph Battler, la pobreza de la liga mexicana (preocupada esencialmente por enriquecer particulares) o en el lamentable oportunismo de Pelé, incapaz de reconocer los logros de Lionel Messi, el jugador más grande del orbe que hoy por hoy estremece los estadios.
Al comprometer tantos campos de la experiencia –historia, política, filosofía, economía et al– resulta obvio que intentar aprehender la esencia del Mundial resulte imposible: el futbol es a un tiempo una idea y un sentimiento confrontados que resuelven sus diferencias a balonazos, aunque nunca se sublimen en una improbable síntesis dialéctica. Sólo bajo dicha óptica es posible entender que un talentoso delincuente como René Higuita haya podido desempeñar la misma posición que el papa Juan Pablo II, es decir, la de portero de las fauces del infierno. Y es que a diferencia de otros deportes el futbol es una práctica netamente democrática. El único pedigrí posible es el dado por el talento y la disciplina: una meritocracia que alcanza su cota máxima en el rugido del estadio extasiado por el gol.
Sin caer en rebuscadas intelectualizaciones que poco ayudan para comprender su dimensión mítica, es un hecho que los distintos aportes en la materia realizados por Valdano, Galeano, Villoro y varios otros han influido en la visión artística con que hoy se vive este deporte, una imagen lejana a la práctica barrial y popular –ya quisiera yo ver al mamón de Pep Guardiola en un partido de las fuerzas básicas del Cruz Azul para recitarle, además de una mentada, las palabras de Oscar Wilde ("el futbol es muy apropiado para niñas rudas, pero no para jóvenes delicados")– que aludía inicialmente al sentimiento de pertenencia y comunidad, a la horda primigenia que vislumbra un horizonte compartido: derrotar a los otros. Al respecto Villoro ha escrito palabras de hierro:
Los lances en la cancha sólo justifican en parte el estadio lleno. También están las camisetas, los escudos, los apodos, los estandartes, las viejas rivalidades. En los clásicos Flamengo-Fluminense, Guadalajara-América, Boca-River o Barcelona-Real Madrid cristaliza como nunca esa noción de pertenencia, de ser parte de un equipo.
Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineado en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Sólo entonces se comprende la fascinación atávica del futbol.
Y es que no puede ser de otra manera: el futbol, como la poesía de Francis Ponge, posee la fascinación de los objetos sensibles; todo habita en los detalles y los matices: una gambeta, el pase lateral, una falta, el cabezazo o la improbable chilena hacen que la vida cambie de sentido en un instante y de súbito la suerte premie el esfuerzo con la victoria o destroce el alma con la derrota, tema que los mexicanos conocemos con sobrada suficiencia.
Dentro de mi historia personal, guardo con un resabio particular los mundiales del 1986, 1990, 1994, 1998, 2002 y 2006, momentos que se vieron empañados oportunamente por nombres como desmemoria, cachirules, Bulgaria, Alemania, Estados Unidos y Argentina, bofetadas arteras que se vuelven más intolerables por una verdad evidente: todos esos partidos se pudieron haber ganado… pero se perdieron.
Ahora, en unos días, la cita con la historia será en Sudáfrica, un país herido como pocos y definido por la publicidad mundialista como un lugar de negros y animales, territorio que produjo a Charlize Theron, Nelson Mandela, algunos vinos y a escritores como Nadine Gordimer y J.M. Coetzee. Sudráfrica, desde luego, es un parche raído dentro de la pelota que habitamos.
Poco puede conjeturarse sobre el partido inaugural –si para algo sirven los mundiales es para demostrar que la estadística es una ciencia falible–, sin embargo si a un poco de buen futbol se le suma la herencia guerrera de un Claudio Suárez, los punterazos de un Marcelino Bernal, el tesón de un Nacho Ambriz, el oportunismo de un Luis Hernández, la precisión de un Benjamín Galindo y la temeridad de un Jorge Campos no sería vano profetizar una victoria amparada en la mejor habilidad del balompié mexicano: poner los huevos, que pa' eso están.
En unos días más sabremos si finalmente, por vez primera, devendremos ave en picada cazadora o, por el contrario, seremos de nuevo la herida águila que cae.
Que empiece el tronar de dedos… el volado está cantado.


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